jueves, 26 de septiembre de 2013

Jane Eyre

"Cuando me hallé de nuevo sola, pensé en los informes que se me dieran, sondeé mi corazón, examiné mis pensamientos y mis sentimientos y me esforcé en restablecer las cosas en el estado que aconsejaba el sentido común.
Repasé mentalmente las esperanzas y deseos a que me entregara desde la noche anterior -y que en realidad había comenzado a experimentar hacía quince días- y, apelando a la razón para reducir el ideal a la realidad, llegué a la conclusión siguiente:
Que jamás había existido una loca mayor que Jane Eyre, y que nunca idiota alguno se entregara a más dulces y fantásticos sueños bebiendo el veneno de la quimera como si fuese néctar.
«¿ Tú, predilecta de Rochester? -pensé-. ¿Tú, dotada de la facultad de complacerle? ¿Tú, teniendo alguna importancia a sus ojos? ¿Es posible que te hayas dejado llevar por unas pocas muestras de preferencia, propias de un caballero y de un hombre de mundo, hacia ti, que eres una inexperta y además dependes de él? ¿Cómo has pensado en eso, pobre tonta? ¿No te avergüenzas pensando en la escena de esta última noche? Una mujer no debe dejarse galantear por su jefe, que no puede soñar en casarse con ella, y es una locura, por otra parte, que las mujeres experimenten un amor para conservarlo oculto, porque ello agotaría su vida.
»Escucha, pues, Jane Eyre, tu sentencia: colócate mañana ante un espejo y, tan fielmente como puedas, haz tu autorretrato, sin paliar un defecto, sin suavizar ninguna fealdad, y escribe al pie: "Retrato de una institutriz pobre, vulgar y huérfana."
»Después, toma la lámina de marfil pulido que tienes entre tus útiles de dibujo, mezcla tus más puros y delicados colores, elige tus más finos lápices y traza cuidadosamente el rostro más encantador que puedas imaginar, acordándote de la descripción que te han hecho de Blanche Ingram. Acuérdate de los lustrosos rizos, de los orientales ojos, toma como modelo los de Mr. Rochester... Pero no; ¡alto! Nada de sentimentalismos. Sólo hace falta buen juicio y decisión. Dibuja las líneas armoniosas y gráciles que te imaginas, el cuello de corte griego, el busto, el brazo redondo y fino, la delicada mano, sin omitir el anillo con un diamante ni la pulsera de oro. Añádele los adornos adecuados y escribe al pie: "Blanche. Retrato de una señorita aristócrata."
»Y en adelante, si te figuras que Mr. Rochester te mira con buenos ojos, coge los dos retratos y compáralos diciendo: "Si Mr. Rochester quiere, puede conseguir el amor de esta aristócrata. ¿Cómo, pues, ha de fijarse en otra insignificante plebeya?"
»"Así lo haré", resolví. Y, una vez adoptada tal determinación, me sentí tranquilizada y pude dormirme.» Cumplí mi palabra. Un par de horas me bastó para concluir mi autorretrato a lápiz, y en menos de quince días terminé la miniatura de marfil de una imaginaria Blanche Ingram. Cuando comparé aquella encantadora cabeza con mi retrato, el efecto fue tan positivo como mi voluntad de autodominio deseaba.

El trabajo resultó doblemente beneficioso, ya que entretuvo mis manos y mis pensamientos y vigorizó las nuevas impresiones que yo deseaba estampar indeleblemente en mi corazón.
A la larga, tuve motivos para felicitarme de aquella disciplina que me impusiera. Gracias a ella pude soportar los inmediatos sucesos con serenidad. Sin aquella preparación los hubiera tolerado más difícilmente, e incluso no hubiera sabido disimular ante los demás mis reacciones."

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